Cuando era niña, aprendí dos importantes lecciones: mi papá - de crianza - enfermó de cáncer a la próstata. Como bien saben, es un padecimiento muy agresivo, doloroso y de mal pronóstico. Sin embargo, cada recuerdo que tengo de la que pudo ser una época nefasta, es dulce y agradable. Jamás dio cuenta de sus molestias. Reía y jugaba todo el tiempo, incluso durante sus largas hospitalizaciones. Por supuesto tuvo miedo, lloró y sufrió: sin embargo, en esos momentos se encerraba a solas, procurando no asustarnos. Es obvio que nos hubiera gustado que nos permitiera apoyarlo, pero fue una muestra de generosidad que caló hondo en mi alma.
Fue una década difícil para mi familia, ya que previo a su enfermedad, mi bisabuela falleció. Y mi viejita - su hija - estuvo en esos precisos instantes junto a mí, cantando y buscando arrancarme una sonrisa. Por entonces, yo tenía 4 años. Claramente, el dolor que sintió la quemó por dentro, pero no lo reflejó, de manera de hacerme experimentar mi primer acercamiento a la muerte con mayor naturalidad. En horas posteriores, juntas esperamos “el avión de los muertos” y, al primer paso de uno de estos vehículos aéreos, hicimos señas al cielo para despedirnos de ella.
Solamente de adulta comprendí la grandeza de sus actos…
Estas acciones dejaron una huella tan honda en mí, que me llevó a tener poca tolerancia frente a la victimización. Sé que no toda la gente reacciona igual ante un problema - ni tendría por qué - pero valoro de sobremanera a aquellos que buscan la forma de sobreponerse, de ocuparse de él en vez de derrumbarse y perder el tiempo llorando. Por lo mismo, durante toda mi vida he dado una batalla constante por resistir la tentación de ser autocompasiva. ¡Y vaya que es una ardua tarea, porque quejarse y lamentarse es el camino más fácil! El que requiere de gran fortaleza y valentía, es el de tomar el toro por los cuernos y seguir adelante.
En mis años de adolescencia sucumbí al melodrama y dí algo de jugo por asuntos que en verdad no lo ameritaban (el fin del mundo en su versión ‘99/2000 y el clásico drama de que un prospecto no te cotice). Sin embargo, cuando maduré y definí cómo quería ser en la vida, resolví seguir el ejemplo de mis viejitos, a quienes tanto sigo admirando. Así, cuando terminé mi anterior relación - con quien fue mi primer “gran” amor - lloré una noche completa y un día, para luego centrarme en el sinfín de motivos que tenía para seguir adelante. Claramente, había algunos ¡gigantes! que fueron los propulsores de mi reconstrucción. Quedaron - como es obvio - algunas lágrimas residuales, que derramaba durante las noches, mientras nadie me veía.
Aprendí entonces el enorme poder de una sonrisa y cómo es capaz de cambiar el mundo. Me di cuenta de que el optimismo es un arma full poderosa, que pocos nos atrevemos a utilizar. Y reafirmé la opción de que fuera mi estandarte. Hasta hoy, es más común que me nuble un ataque de ira a una crisis de llanto.
Sin embargo, mi opción de buscar lo positivo ha sido ampliamente cuestionada por mi entorno, al punto de hacerme sentir mal por buscar soluciones en vez de bajar los brazos (¿? Sad, but true). Estamos en una sociedad en que “lo esperable” de una mujer es que se deshaga en lágrimas como azúcar en el agua ante la más precaria dificultad. Que abracemos a nuestras amigas sufrientes con cara de lástima en lugar de impulsarlas a continuar o bien, que nos mostremos debiluchas y nos quejemos constantemente de que hemos tenido una “vida dura”, en que debimos hacer “de tripas corazón” para sortear la adversidad. Como soy rebelde - y me resisto a abrazar ese pensamiento - he sido tachada de “fría e insensible” en más de una oportunidad. ¿¡Por qué!?
Al igual que mis referentes, sí, he sentido pena o dolor, pero la procesión va por dentro. ¿Por qué tengo que abrumar a otros o quedarme estancada en lo que me pasa? Me rebelo a que los problemas me tumben y me dejen de brazos cruzados. No concibo perder tiempo en lamentaciones que me llevan a la inacción. Prefiero buscar soluciones y - si no las hay - recurro a lo narrado en mi tema favorito (“Paradise”, de Coldplay), para imaginarlas al menos. No me gusta rendirme ante la pena, el pesimismo y los eventos negativos. ¿Es algo malo eso? ¿Me hace una bruja sin corazón guardar mis penas en lo más recóndito para quedarme con lo bueno, refugiándome en la sonrisa de quienes más amo y en la esperanza? ¿Es negativo querer combatir los dolores con alegría? A veces he llegado a creer que sí, pero ¡no puedo evitarlo! Supongo que está en mi naturaleza y me cuesta permitirme simplemente estancarme en un pozo de pesares, perdiendo valioso tiempo para encontrar salidas.
Creo que tal vez estamos tan acostumbradas a sucumbir ante las tristezas - gracias a las enseñanzas transmitidas por las producciones dramáticas, no sé - que llegamos a asociar el llanto con los sentimientos. Mientras más sufres, más valioso es tu afecto. ¡Puaj! ¿No debería ser el amor el motor que nos impulsa a salir adelante y querer ser mejores?
En fin, puede que esté equivocada, pero como bien dicen Los Prisioneros “todo el mundo dice que vive sufriendo como nadie más” y yo (sea correcto o no) ¡quiero contar una historia original!, tal como me enseñaron mis viejitos...
¿Seré una insensible por eso?
Imagen CC Pere Serra Comas