Acumular cosas nunca es bueno (excepto el dinero, claro). En algún momento, se juntan todas y no hay más espacio para almacenarlas. Entonces, explotan con todo. ¡Y en mala! Lo sé por experiencia.
Suelo ser tranquila y buscar siempre “el lado bueno de las cosas”. Es mi forma de ser y también, la base de mi fortaleza el pensar que todo estará mejor. Así como hay momentos negros, hay otros de luz y felicidad. Sin embargo, hay veces en que soslayo tantas cosas, que el más mínimo detalle las hace aflorar ¡todas!
Mi día a día transcurre entre rompecabezas de matemática financiera y luchas con el reloj, sesudos apuntes, los deberes de mi hijo, labores que me apasionan y en las que soy autoexigente, algunos problemas domésticos, una esquiva casa propia, compras que exigen cash y vueltos de 10 mil en monedas de a 500. A eso le sumo filas hasta para comprar un dulce y desubicados compañeros de viaje en el transporte público. Procuro disfrutar cada uno de esos momentos, desde los que me hacen ¡delirar! - y que saboreo - hasta aquellos más agrios. A estos últimos, los tomo con “andina” y buscando el lado amable, siempre.
Pero llega el día en que se te llena el vaso y a mí me pasó hoy.
Como hija de una profe sacrificada, a quien he visto quemarse las pestañas por educar niños pequeños, créanme que apoyo 100 por ciento las movilizaciones en pos de dignificar la carrera docente. Hoy - en medio de otra jornada de lucha por la causa - pensaba solidarizar, dejando a mi hijo en casa. Sin embargo, el aviso - vía Facebook - de que tendría evaluaciones por parte de las profes que no adhirieron, me hizo desistir de la idea y enviarlo de todas formas.
A media mañana, yendo ¡como avión! con mis labores, recibo una llamada que me alerta de que las clases finalizaron muy temprano, pero que los niños no pueden retirarse del establecimiento sin su apoderado. Así es que debo ir a buscarlo en sólo una hora al otro lado de la ciudad (que es la distancia existente entre el colegio y mi trabajo). Además, me entero que por segunda vez le quitaron el celular, todo por intentar avisarme que estaba haciendo “nada” y tenía que retirarse. Fue todo. Ya antes he pasado rabias por ser citada en horarios laborales, pero la necesidad de interrumpir mi jornada para recuperar el dispositivo - junto con el hecho de que haya asistido en jornada normal sin tener más que 2 horas de clases -, hizo que aquellas emociones, penas, preocupaciones y rabias guardadas explotaran como lava.
Así, me fui raudamente al lugar y el trayecto no mejoró mi ánimo: paros por doquier, poca locomoción, el colapso vial de siempre y en el metro, espacios de 2 cms por pasajero, me hicieron llegar al destino hirviendo de rabia. Agradezco a Dios no tener poderes telequinéticos, pues de lo contrario hubiera pasado lo siguiente:
En buenas cuentas, como no soy Carrie - afortunadamente - hice gala de una afilada lengua para reclamar por lo que pasó, lo que pudo pasar y lo que pasará mañana. No dejé títere con cabeza. Reclamé como lo haría un borracho que fue expulsado del bar. Cacareé y cacareé hasta soltar toda mi rabia. Exigí la devolución del móvil amenazando con las penas del infierno y hasta carabineros mediante, solicitando a gritos - cual sultana Hürrem - que “la ofensora” fuese llevada inmediatamente ante mí. (Cosa que ¡menos mal! no pasó. ¡Quizás qué hubiera dicho!).
Cuando me devolví tras ese pequeño “arrebato”, no me sentí orgullosa de mi actitud. Actué manteniendo la formalidad y el buen trato, es verdad, pero sobre-reaccioné mi rabia. Por eso no es bueno “guardar” cosas; hay que ir soltándolas de a poco, dejar que expresen la emoción contenida. De lo contrario, reacciones como el clásico “Quiero mi cuarto de libra ¡a-ho-ra!” (más allá de lo jocoso que pueda parecernos), podrían hacernos presa ¡a todas!. Y no queremos terminar como virales en Facebook, ¿no?
Y tú, ¿acumulas o dejas fluir tus emociones?