Creo que a este chico lo conocí después de haber salido con el pelmazo. Tenía una sonrisa encantadora, una mirada que coqueteaba por sí sola y vivía a un par de kilómetros de mi casa. No lo pensé más y pinché el corazón de Tinder. A los pocos minutos, me apareció el tan anhelado “¡tú y el chico lindo se gustan!”.
Comenzamos a chatear, pero el guapetón en cuestión se demoraba mucho en responder. En una semana me contó dónde vivía, qué estudiaba y lo que le gustaba hacer. Ciertamente, no íbamos a llegar muy lejos de esta forma. Sin embargo, era tan tierno que no desistí de mi cometido. Me armé de paciencia y seguimos en lo mismo durante un tiempo.
Un día, empero, comenzó a responderme con una inusual rapidez. Me dijo que tenía muchas ganas de salir y regalonear un rato. Y yo, ni tonta ni perezosa, le dije: “Salgamos, yo te regaloneo”. Recuerda amiga mía, ¡el que no se arriesga, no cruza el río! La movida me resultó bien y el chico lindo me invitó a salir esa misma tarde.
Debo confesarte que su repentino interés me generó alguna que otra duda, pero decidí pensar en eso otro día. Me duché, me perfumé y salí. Fuimos a un conocido y romántico parque, donde conversamos y reímos toda la tarde. Comenzó a acercarse cada vez más y, después de cubrir su cabeza con la capucha del polerón, me dio un beso. Fue terrible, si soy sincera contigo. ¡Apurado y lleno de baba!
Comenzó a oscurecer y decidí volver a casa. Dejando de lado el mal beso, había pasado un buen rato. Nos agregamos a WhatsApp, y su viejo hábito de responder cada tres días volvió. Llegado un momento, toda la situación ya me olía a gato encerrado. Me las di de detective, busqué su Facebook y, sorpresa, ¡tenía polola!
Llevaban un año de relación y tenían fotos románticas por todos lados. Si era algún tipo de pololeo abierto o si el chico lindo era un infiel a diestra y siniestra, no era asunto mío. Encararlo no valía la pena y dármelas de justiciera tampoco. Borré su número y me reí un rato… ¡qué mal ojo tengo!
Como siempre, ¡espero que tu suerte sea mejor la mía!