Aquella etapa de las poses varias, selfies y fotos por doquier, para mí ya quedó atrás. Llámalo madurez o fuerza mayor, pero ahora las evito. ¿La razón? Desde que cumplí 30, ninguna - pero ¡ninguna! - de las imágenes en que aparezco me agrada realmente. No sé qué clase de brujería será, pero en realidad ¡las detesto!.
Todo comenzó en el año mismo en que enteré tres décadas. Mi pololo me tomó unas cuantas fotografías, todas ellas en paisajes muy bonitos. Pero al revisarlas, me di cuenta que algo había de malo en ellas: yo. ¡Me cargó como salí! Lucía algo más “rellena” de lo acostumbrado, con los brazos anchos y mi cabello (siempre castaño) se veía entre rojizo y anaranjado producto del sol. ¡Fatal!. Obviamente, quise eliminar todo registro mío de aquella ocasión, a lo que él se negó. Pero bueno, lo que me reconforta es que esas espeluznantes imágenes no se han hecho públicas (ni lo harán).
El tema es que de ahí en más no he tenido mejor suerte a la hora de tomarme una fotografía. Puedo jurar de abdomen que me veo regia frente al espejo - y ¡lucir realmente muy bien! -, pero sacan una cámara y ¡paf!, ésta me odia, por lo que capta mi peor ángulo. Aparezco con la boca abierta, los ojos cerrados, muecas, kilos extra, patas de gallo, etcétera, etcétera, etcétera. Hay contadísimas excepciones, como una foto que me tomaron en la pega para el Mundial, una “selfie” con mi hijo u otra en que aparezco con mi pololo celebrando el Año Nuevo. Las demás, ¡pamplinas y más que olvidables!
Creo que debo resignarme a no posar para ninguna foto, o mejor ¡prohibirlas! alegando derechos de imagen. Y mi perfil de Facebook, dejarlo fijo con un recuerdo de aquella época dorada de los veintitantos.
Y tú, ¿estás atravesando ese periodo en que la cámara no te favorece para nada? ¡Bienvenida al club, entonces! ¿Qué hacemos para remediarlo?