Recuerdo que iba en segundo año de universidad y estaba disfrutando mi soltería al máximo. Salía todos los fines de semana y con mis amigas dejábamos los pies en la pista. Además, conocí a muchos chicos guapos de los cuales ni siquiera recuerdo el nombre (¿no es esa la mejor parte?).
También recuerdo a una de mis grandes amigas, Sofía. La había conocido el primer día de clases y desde entonces nos habíamos vuelto inseparables. Éramos algo así como el complemento perfecto: yo muy extrovertida y ella muy prudente. Yo le aportaba algo de locura a su vida y ella me obligaba a poner los pies en la tierra. Sin embargo, su prudencia se terminó cuando se enamoró de un mechón.
¡Se volvió loca! Se la pasaba buscándolo en los breaks y esperándolo después de clases. Y por más que mi pobre amiga lo intentó, el chico en cuestión nunca la pescó. Intenté varias veces hacerla entrar en razón, no sólo porque estaba abandonando su dignidad, sino porque el mechón me caía ¡súper mal!
Era como una cosa de guata. Había conversado un par de veces con él y simplemente no lo soportaba. El tiempo pasó y mi amiga desistió de sus intentos amorosos. Yo seguí tan alocada como siempre, con una excepción: carrete al que iba, carrete en el que me encontraba con el chico que me caía mal.
Al principio simplemente lo ignoraba, pero finalmente decidí ceder e intentar conocerlo un poco más. Resulta que no era para nada pesado, y llegamos a ser buenos amigos. Empezamos a conversar más seguido y, de pronto, me encontré saliendo con él al cine o a comer unas ricas papas fritas.
¡Te juro que no me di cuenta como sucedió! Sin querer, me había enamorado del chico que me caía fatal. Ya no sentía desagrado cuando lo veía, si no que unas tiernas mariposas revoloteando en mi estómago. Pronto me pidió pololeo y hace poco cumplimos 3 años de relación. ¿Y sabes? ¡Lo amo más que nunca!
Y a ti, ¿te ha pasado algo parecido?