Comienzo por aclarar que no tengo rollos con mi edad. Ya asumí con valentía que ahora me digan “señora” y que mi figura ya no sea la de antaño. ¡Qué tanto!. También, tinturar el cabello - para ocultar las canas - y jugar con los distintos matices de castaño resulta entretenido. Pero aunque habitualmente celebro mis cumples con torta y parafernalia, este año decidí que no quería hacerlo. ¿Por qué? No lo sé.
La verdad, no me motiva para nada. Se avecina justo la mitad de los 30 y, pese a que han tenido su encanto, también incluyen aspectos agrios. Mi espíritu, aún veinteañero, se resiste a llegar hasta aquel punto en que definitivamente "te expulsan" de las métricas juveniles. ¡Cuántas cosas aún quedan por cumplir!. Tantas que aún no veo el comienzo del camino. Pero las hormonas, la gravedad, el color de cabello o tersura del rostro va todo en declive. Todo, excepto las ganas de seguir luchando. Que mi cuerpo no las acompañe igual que antes, ¿merece ser celebrado?.
Pensándolo, es sólo un número; pero festejarlo ha perdido relevancia para mí. Yo creo que más que por los “gajes” de la edad - y las reflexiones a que esto conlleva - es porque esta vez habrá una gran ausente cuando pida los deseos frente a mi torta: mi viejita. Quizás por eso mis 35 no tienen "el especial sabor" de la esperanza, el calor de hogar o una torta preparada. Lo cierto es que aunque no cerraré mi Facebook - me encantan los saludos, lo admito - y recibiré con entusiasmo cada abrazo o parabién que la gente quiera darme, mi cumple versión 2016 me enciende menos que fósforo mojado. Sólo quisiera perderme en alguna calle de Santiago, sin celu y caminar en busca de la puerta a Narnia. O mejor aún: hacerlo pasar como un día normal, y no como algo "levemente extraordinario" en mi bitácora.
¿Será normal? ¿A alguna de ustedes le ha pasado? ¿O me habrá llegado el “viejazo”?