Siempre he sido media cobarde. No me tiro piqueros, porque me da susto. No me he hecho un tatuaje, porque me aterra que me vaya a doler. Me pongo histérica cada vez que tengo que ir al dentista. Y me he declarado sólo una vez en la vida, porque me da miedo que me digan que no.
Cuando era chica, siempre miraba a los niños en las piscinas tirándose bombitas en la parte honda para que sus papás los rescataran y, aunque mi papá siempre quiso que yo hiciera eso, nunca me atreví. A lo más, dejaba que me tomara y me hiciera mover los brazos y las piernas como para “hacer que nadaba”. Recorría la piscina afirmada de los bordes o me ponía un flotador de colores que me encantaba. Pero no me soltaba.
Hasta que llegó el verano en el que me atreví. Fuimos a esos típicos paseos a la cordillera que mi abuela organizaba. Nos íbamos puras mujeres, nos levantábamos en traje de baño y lo primero que hacíamos era correr a bañarnos en unos pozones gigantes en alguna parte de la cordillera, de la que sólo me quedan unos hermosos flash backs. Inventábamos juegos, nos reíamos mucho y todas se lanzaban desde las rocas, menos yo.
Me encantaría contarles que algo extraordinario pasó, que de repente me tiré al agua sin temores y me convertí en sirena, pero no. No sé como lo hice. Fue un día cualquiera, me quedé sola en el agua -que por alguna extraña razón estaba tibia- aguanté la respiración, me sumergí, sentí que nada me iba a pasar y decidí que era el momento de hacerlo. Me solté.
Ese día supe que todos nos movemos a nuestro propio ritmo. Que no tengo que seguirle el paso a nadie, lo único que debo aprender es a reconocer cuando estoy lista para dar el siguiente paso y lanzarme.