No fumo cigarros: te matan de a poco, te hacen oler mal, pierdes dinero innecesariamente y te vuelves esclavo de un pucho. Aún así, tengo que bancarme a los fumadores, su olor, su humo, sus colillas en el suelo. Porque cuando un fumador prende un cigarro, no le importa si el de al lado fuma o no. Son los seres menos empáticos del mundo.
Los espacios abiertos están invadidos por las chimeneas humanas. Te sientas en un parque, a disfrutar del aire libre y de los árboles, y llega el vicioso desubicado que prende un pucho, sin siquiera preguntar si al resto le molesta. También están los ansiosos que en cuanto salen del Metro prenden un cigarro. Y uno al pasar cerca, involuntariamente, absorve todo el humo que sale de sus asquerosas bocas. Guácala.
Pero está bien, se supone que el espacio abierto es común y los fumarolas tienen derecho a usarlo. Pero si hay algo que no tolero son los que fuman en espacios cerrados que no están habilitados para ello. En un recital, se ve la nube gigante sobre la masa, donde hay embarazadas, niños y no fumadores. ¿Por qué se sienten con la autoridad de involucrar a los demás en su vicio? ¡Qué les pasa!
Otra actitud detestable de los humitos es que, tras aspirarse la vida a pulso de nicotina, no encuentran nada más cómodo que tirar la colilla al suelo, esperando que otro la limpie por ellos. Es lo mismo que esos amos que sacan a sus perros a cagar, dejando su caca a merced de la ciudad. Como si las calles se limpiaran solas. Suman y siguen las razones para odiarlos.
Cuando voy a una fiesta, toda mi ropa, mi pelo y hasta mi cara quedan impregnadas de olor a cigarrillo. Entonces, por más que cuide mis pulmones, que evite fumar para no emanar ese horripilante olor, los fumadores son más poderosos e irrumpen en mi vida de no fumador. Por favor, si usted es una chimenea con patas, piense en el resto antes de encender un pucho. El mundo se lo agradecerá.