Desde que era niña, siempre fui criada en un ambiente de cariño y respeto por los animales. Mis padres son grandes amantes de los perros, y siempre hemos tenido mascotas que han llegado a ser integrantes fundamentales de nuestra familia. Por eso, cuando la Emmy –una mestiza blanca con negro de 39 días- llegó a mis manos, no pude resistirme a ella. Era tan indefensa y chiquitita, con sus patitas cortas e incapaz de fijar la vista aún… fue un amor inmediato.
Comenzar a cuidarla fue toda una aventura. Desde los momentos más lindos (como cuando había que ayudarla a bajar los escalones, o darle agua en una pequeña mamadera), hasta los más lateros (como enseñarle a hacer pipí en el patio, o a que no se comieron mis cosas), con ella todo se transformaba en un aprendizaje increíble, que valía la pena al 100% cuando la veía crecer, correr feliz en su jardín, o acostarse después de un día de juegos, y dormir tranquila en su camita, a los pies de la mía. Ella, por su lado, sabía responderme con lo único que tiene: su amor perruno, llorando sin parar cuando nos teníamos que ir a la universidad en la mañana, o moviendo su cola con tanta alegría cuando nos veía llegar por la tarde. Ese, creo, es lo más parecido al cariño sincero.
Han pasado más de 4 años desde que la Emmy llegó a nosotros, ese caluroso día de febrero, y no hay momento en que me arrepienta de haberla querido desde el primer segundo. Ahora, ella está en Chile, al cuidado de mis cuñadas y mi suegra, que sé que la quieren y la cuidan con todo el amor que ella inspira. Pero no hay día en que no la extrañe, que quiera abrazarla y jugar con ella. Porque ella es más que mi mascota; es mi amiga, y fue –guardando las proporciones, por supuesto- como una pequeña hija para mí, que alegró como nunca mi vida, y que me hizo quererla tanto, como si la conociera de siempre.
A veces pienso que me gustaría volver a Chile sólo para que estemos juntas, salgamos de paseo o durmamos siesta en cucharita; para que me acompañe cuando me siento enferma, o me dé besos a lengüetazos aunque sepa que no tiene permiso, porque esos son los gestos de cariño desinteresado que nuestras mascotas tienen día a día con nosotros; son su forma de decirnos que somos importantes para ellas, cuando yo creo que es al revés: son ellas los que son fundamentales para nosotros, las que cambian nuestra vida, y las que nos hacen inmensamente felices.