Siempre me gustaron los aviones. Solía ir al aeropuerto sólo para observarlos despegar. Imaginaba qué sentiría la gente que viajaba en el interior de estos inmensos pájaros de acero, al ver la ciudad a sus pies, cada vez más lejana y pequeña.
Sin embargo – extraña paradoja - ¡la sola idea de abordar uno me causaba terror! Por un lado, sentía fascinación de verlos. Me atraían poderosamente, en conjunto con la idea de transportarme en ellos hacia lejanas latitudes. Pero el pánico de estar distante tantos metros de la seguridad de tierra firme ¡me superaba! Eso hasta el mes pasado, cuando con mi pololo nos vimos en la obligación de usar este medio de transporte: nuestro hijo – miembro del coro de su Escuela – cantaría en el Teatro del Lago y la forma más rápida de llegar hasta allá para apreciar su espectáculo era en avión. Por amor, una vence todos los temores.
Interrogué a mis amigos que habían pasado por aquella experiencia, pidiéndoles detalles: algunos señalaron que el viaje era placentero, rápido y seguro. Otros dijeron sufrir náuseas e intenso dolor de oídos en el despegue y aterrizaje. Una de mis mejores amigas – que pasó toda su infancia en Venezuela – relató que al venir a Chile, a los doce años, esperó ansiosamente el traslado en avión por creer que se trataba de una experiencia adrenalínica y fascinante. Sin embargo, cuando llegó el gran día, le pareció fome, decepcionante. “No sentí nada. Y no vi más que cielo y nubes”, puntualizó.
Con la información recabada, me sentí tranquila y hasta entusiasmada desde la compra de los pasajes hasta el día del viaje. Ese viernes, al llegar al aeropuerto, ya sentí esa inquietud que me embarga al hacer fila para un juego extremo de Fantasilandia. Misma sensación que se transformó en tensión al momento de pasar a la sala de embarque. Una vez en el avión, ya sudaba frío y mis piernas temblaban ¡me parecía inverosímil estar ahí! ¿Qué sentiría? ¿El dolor de oídos sería tan molesto como lo graficaban? ¿y si sufría de vértigo? Los minutos en que esperamos que el avión iniciara su marcha por la pista me parecieron eternos. Comía masticables uno tras otro, sin parar, para calmar mi ansiedad. Apreté fuertemente la mano de mi pololo y ¡hasta recordé algunos de los mejores momentos de mi vida, como el inicio de nuestra relación o el nacimiento del niño! Jaja, alharaca mode on.
Finalmente, vino el fuerte ruido de los motores que indicaron que la aeronave estaba a punto de despegar. Cerré los ojos y sentí el ascenso. Suave, agradable. Entonces los abrí, distendiendo los músculos. Y miré la ventanilla. La visión de la ciudad alejándose ante nuestros ojos fue sublime. ¡Realmente una experiencia muy bonita! ¿Dolor de oídos? ¡Para nada! Apenas la sensación de tenerlos tapados, como al pasar en auto por zonas de altura.
El viaje fue tranquilo, diría que tanto o más que andar en bus. Llegamos al sur rápidamente. Nos ofrecieron un vituperio bastante sabroso. En resumen, la experiencia fue ¡increíble! Tomamos fotos realmente bellísimas desde las alturas. Hoy sólo anhelo repetir la experiencia, conociendo ciudades nuevas, con la misma comodidad que nos brindó ese hermoso y memorable paseo sobre las nubes.