La primera vez que tuve un ataque de pánico no tenía la menor idea de qué se trataba. Fue un domingo por la noche cuando iba en el metro de vuelta a mi casa, después de un fin de semana lleno de actividades. Era verano y estaba haciendo mi práctica en un medio nacional; me sentía cansada y los días en la pega se me hacían cada vez más largos y pesados. Por eso, cuando empecé a sentirme mal, como si el aire me faltara, con mareos, náuseas y el cuerpo sudoroso, supuse que sólo era una fatiga, algo que me decía que debía bajar las revoluciones. Pero como en ese momento me era imposible, los síntomas siguieron, cada vez más frecuentes y molestos, siempre en el transporte público.
Primero en el metro, donde todo había comenzado. Luego en la micro que tomaba después de la pega y que iba siempre llena de gente. Me ahogaba, y eso me daba miedo; tenía susto de sentirme mal, de desmayarme, y sentía unas ganas descontroladas de escapar, de bajarme, de no volver a estar con gente jamás; tanto así que - en un Santiago atestado de gente - decidí hacerle el quite a andar en micros o carros de metro demasiado llenos. ¿Cómo? Empecé a quedarme en la oficina hasta más tarde; a esperar tres o cuatro carros antes de tomar uno; a hacer miles de combinaciones de micro para evitar los recorridos más concurridos. Era terrible, agotador, sentía que me estaba volviendo loca.
Después de pasar meses en esa rutina que estaba afectando todos los aspectos de mi vida, sabía que tenía que pedir ayuda: visité a un psiquiatra que después de tres o cuatro preguntas me dio un diagnóstico claro y certero: yo tenía “episodios o ataques de pánico”, crisis repentinas de angustia que se activan con estímulos específicos –en mi caso los lugares encerrados con mucha gente- y se expresan en una serie de malestares físicos y emocionales (como palpitaciones, náuseas, mareos u otros). Un mal mucho más común de lo que se cree, que afecta principalmente a las mujeres jóvenes, sometidas a altos niveles de estrés.
Y si bien en ese momento lo que más me urgía era encontrar una solución rápida y concreta a mis angustias (un tratamiento médico que seguí religiosamente por todo un año), escuchar y saber que lo que me pasaba tenía nombre y que era algo común me hizo sentir mucho más tranquila; entender que el problema estaba en mí y que tenía el control para luchar contra las angustias que yo misma me causaba, se convirtió en un motor vital para luchar contra eso que tanto me dañaba.
Hoy (a tres años de mis primeros ataques) ya no tomo remedios, y sólo tengo un frasco de tranquilizantes de baja dosis (recetados por mi doctor) en mi cartera para “emergencias”, pero hace meses no lo toco. Aunque me costó tiempo, llantos y mini crisis que aprendí a enfrentar, volví a andar en metro, en micro; a tomar trenes y aviones; a subirme a ascensores, aunque todavía con un poco de susto. No sé si alguna vez deje de ponerme nerviosa cuando vea grandes grupos de gente, o cuando el carro del metro se quede pegado en el túnel por más tiempo del estipulado, pero lo enfrento y le doy la pelea. Porque no voy a dejar que algo que pasó, las crisis de pánico que tuve (sí, siempre en pasado) vayan a marcar más mi vida, a limitarme, a alejarme de las cosas que me gustan, y mucho menos a definir quién soy, nunca, pero nunca más.
¿Ustedes han pasado por algo similar?