Cada vez que veo un arcoíris siento la misma emoción que cuando era pequeña, una especie de felicidad y regocijo con algo muy simple. No sé si será porque sus colores siempre me llamaron la atención o porque cuando era chiquitita con mis amigos nos encantaba verlos cuando aparecían en el celeste cielo de Punta Arenas o por las historias que existen respecto a ellos.
Tantas veces le dije a mi papá mientras paseábamos por la parcela que camináramos para llegar al principio del arcoíris o que anduviese más rápido en el auto porque nos estábamos acercando a esas hermosas franjas de colores.
Algo heavy me pasa cada vez que veo uno, busco su principio inconscientemente y recuerdo que mi sueño era llegar ahí. Sentarme en un extremo y deslizarme como en un refalín para llegar al otro extremo y encontrarme con el duende que espera con un caldero negro lleno de monedas de oro. Aunque en realidad nunca me importó lo de las moneditas de oro, sino que solo alucinaba con “montar” el arcoíris.
También sufrí con todos los “arcoíris muertos” que vi en las manchas de bencina, pero de igual forma trataba de tocarlos con un palito (para ver si revivían y volvían a embellecer el cielo con sus colores).
Tal vez el haber vivido mi infancia en una tierra donde el cielo es tan limpio hizo que me enamorara de estas franjas de diversas tonalidades, ya que podía apreciar de mejor forma sus colores e incluso puedo decir que he podido ver 2 de ellos juntos (como el de la imagen, solo que ese fue en Puerto Natales).
Orgullosamente puedo asegurar que aún me gustan y me hacen felices, lo que convierte a los arcoíris en una pequeña cosa increíble que alegra mi día.
Imagen CC Miliodon