El insomnio es algo terrible y estos últimos días lo he experimentado con fuerza. Tener una preocupación dando vueltas por tu cabeza, que te impide abandonarte en los brazos de Morfeo es ciertamente tortuoso. Porque lo único que quieres es que alguien te dé con una pala o un mazo en el cráneo para poder descansar un poco y que tu catálogo de posibles desastres deje de revolotear como un ave en tu cerebro.
Cuando consigues hacerlo ¡pesadillas! Genial. Típico, ¿no? Entonces, despiertas nuevamente y así, un círculo bastante antipático y de nunca acabar.
Pero hay algo aún más odioso: que por fin logres relajarte un poco, el cansancio mental te venza y te conectes con tu perdido estado zen, conciliando el reponedor sueño que te ha sido tan esquivo. Y justo en ese momento ¡el entorno se empeñe en mantenerte despierta! Me sucedió hoy: cuando por fin logré visitar el mundo onírico de manera natural ¡OMG! Se pierde una boleta y hay que encontrarla. Lo genial es que en mi casa el horario de búsqueda de objetos extraviados suele ser a ¡las 5 AM! (True story)
Ya. Apareció. Veamos si puedo dormir otro rato. ¡No! Porque junto con “despertarme” para buscar el preciado objeto, renacen todas las preocupaciones en mi cerebro. Me doy vueltas interminables en la cama, hasta que por fin logro ir apagando nuevamente la conciencia. ¡Pero cuek! Es el minuto exacto en que en el exterior dos personas comienzan a conversar y, con el silencio de la noche, la verdad es que parece que me hablaran al oído.
Pasan unos minutos (no sé cuántos) y por fin nuevamente hay silencio. Me digo que aprovecharé esos preciosos instantes en que puedo descansar antes de comenzar la rutina. Pero otra cosa se extravió. Al menos es lo que intuyo por el persistente ruido de cajoneras que se golpean.
¡En fin! Mejor me levanto, me ducho y les escribo antes de que mi cerebro quede en estado vegetativo. Son esas pequeñas cosas terribles de la vida, que afortunadamente, son chiquitas. Pero, ¡ley de Murphy nunca falla!
Foto CC vía Flickr (Lars Plougmann)