por María Virginia Parra
Si hay algo que no he tenido nunca ha sido motricidad fina, incluso recortar en línea recta me es misión imposible. Fue por eso que cuando decidí copiar a la compañera bonita del salón e ir maquillada al colegio, viví la humillación de que una profesora me mirara los párpados color celeste y preguntara si es que acaso me habían caído a golpes.
Aquella vez me lavé la cara y acepté que no me sabía maquillar, pero aún así intenté e intenté aprender a través de los años. Al menos hasta que llegué a la conclusión de que ni un millón de tutoriales en YouTube me iban a ayudar.
Lo mismo me pasó más tarde con el delineador y fue a partir de ahí cuando mi kit de maquillaje empezó a desaparecer. Después del delineador murieron la base y el blush, me quedé pronto con el puro polvo y un labial, hasta que un día noté que llevaba meses sin algo más que un chapstick de color.
Muchas veces me han preguntado por qué no me maquillo y otras cuantas me han dicho que asumieron que era por poner algún tipo de postura feminista o qué sé yo, pero la verdad es que no. De hecho, no sólo no creo que usar maquillaje en la cantidad que sea la haga a una más o menos progresista, sino que además no tengo nada en contra de éste. El tema es mucho más sencillo que eso y es que, simplemente, me da paja. Me cansa sólo pensar en gastar dinero en él, buscarlo, elegirlo, no saber ponérmelo e intentar aprender, para al final perder la paciencia.
Soy tan floja que no quiero invertir tiempo que podría ocupar durmiendo, en arreglarme para salir en las mañanas y luego desmaquillarme. Imposible irme a dormir con la cara sucia, mi mamá no me enseñó eso y el plan es llegar a los 50 y tantos con una piel tan exquisita como la suya.
Pero lo más importante aún es que, en algún punto entre dejar el delineador y el compacto, me di cuenta de que no importan las pecas, espinillas o puntos negros. Que las ojeras y una piel brillante dan lo mismo, porque cuando me miro al espejo me gusta lo que veo.
Hace un tiempo se me ocurrió comprar por primera vez en quién sabe cuánto un rímel, una bb cream y un delineador. Se me antojó un día pero aún así pasó tiempo antes de que se me quitara la flojera de hacer todo el proceso de aplicármelos. Hasta que lo hice, me gustó y decidí que, de vez en cuando, no era tan terrible hacer el esfuerzo.
De ahí en más descubrí la sombra para cejas y lo fácil que es de aplicar, y ahora sí que me siento medio rara cuando no tengo al menos algo de labial al ir a la oficina o a carretear. Aún así, el hecho de usar o no maquillaje depende enteramente de mis ganas.
A veces está, pero la mayoría de las veces no. Casi nunca uso el kit completo y muchas veces no hago más que lavarme la cara y salir, pero lo que quiero decir con todo esto es que da lo mismo si no puedes salir ni al kiosko sin él o el corrector de ojeras es tu mejor amigo. Da lo mismo cuánto maquillaje uses, lo que importa es que te mires al espejo y estés feliz con lo que ves del otro lado.
Imagen CC Artur Chalyj
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