Debe ser que soy periodista y no tengo muchas lucas, pero me da mucha alegría ir al cajero y sacar en efectivo hasta mi último peso cada fin de mes. Sé que es poco práctico y de viejita andar con la billetera gorda de tantas “chauchas”, pero no sé por qué me agrada contar las monedas para pagar los $3.945 en el supermercado y reservar $300 para los niños que empacan.
Ya sea para repartir el dinero semanalmente - o cada día -, a mí me ha servido y me aleja de la tentación comprar más de lo que puedo pagar. Además, me ha pasado varias veces que quiero comprar algo y no tienen habilitado el sistema, por lo que debo darme la lata de salir a buscar el cajero más cercano (a veces inexistente).
Pero sí, en mi billetera de abuela tengo una cuantas tarjetas guardadas por si fuera necesario, como la Cuenta RUT - que igual te jode un poquito con los $100 de la consulta de saldo o $300 por transacción - y otra que sirve en supermercados, multitiendas, entre varios otros comercios asociados. Ésta última me ha salvado en momentos de adversidad, pero también me ha traumado por sus altos intereses, que aumentan de forma ridícula el valor del servicio o producto que adquiriste.
Las únicas tarjetas que me gustan no son mías: Juegos Diana y Happyland. Más la primera que la segunda, porque ahí también podemos ocupar con mi hijo las monedas de $100 en los taca-taca. Soy media anticuada con el tema plata, lo reconozco, pero me niego a ocupar la tarjeta para todo y vivir con la falsa ilusión de que son una fuente inagotable de dinero.