Empezó la temporada de calor y - como es una nueva estación del año -, yo espero que mi closet tenga todo nuevo... o por lo menos algunas cosas. Para renovar, necesito ir a comprar. Me doy cuenta de que tengo un rollito regalón que me quedó del 18, por lo que tendré que demorarme más a la hora de elegir prendas con estilo.
Parto con toda mi "decisión" a comprar ropa veraniega para estos días ("decisión" entre comillas, porque realmente me demoro en elegir ropa), llego al mall y empieza mi diversión. La felicidad que me produce mirar vitrinas es indescriptible. Y bueno, entre todos esos coqueteos entre las prendas expuestas y yo, una tienda me llama la atención más que las otras y me acerco. Acá empieza el problema...
Entro a revisar las prendas, escoger una, ver si me la voy a probar y llega ella, la ¡vendedora!. Se preguntarán por qué hago mi exclamación tratándola como si fuera un monstruo o algo así, y no es por su cargo, sino porque formula una pregunta que hace hervir mi interior: ¿Qué desea? Aguanto toda mi ira irracional y le digo: "Nada, estoy mirando". Esa frase, según yo, era suficiente para que se alejara, pero no: ¡se quedó esperando!
Esta es una situación bastante difícil de llevar. Es más, ¡molesta! No sé si piensa que voy a robar, está aburrida y sin más que hacer o busca ser demasiado amable, pero con sus ojos en en mí, siento ansiedad extra ¡y ya bastante tenía con elegir la ropa!
Llegó un momento en que sus ojos saltones me empezaron a molestar y salí de la tienda. Fui a otra, donde la vendedora me preguntó: "¿Qué necesita?" Le dije: "ropa nueva" Creo que se enojó conmigo, porque después de eso no me miró más.
Ah y por cierto, con el trauma de esa tienda... no compré nada ese día.
Imagen CC: Turismo Madrid