Aunque en mi infancia tenía una mirada poderosa, que abarcaba varios metros y me hacía sentir como “Supergirl”, cuando cumplí 17 años me diagnosticaron miopía astigmática (o algo así). Me recetaron unos lentes con aumento ¡extremo!, tanto que jamás experimenté dolores de cabeza como los que me causaron. Así fue como dejé de usarlos, pero esta afección visual no me abandonó: se acentúo durante mi embarazo y desde entonces un poco cada año, llegando al punto en que a los 30 volví a ir al oftalmólogo.
Mis viejos lentes eran ya una añosa y abandonada reliquia digna de museo, así es que recibí indicación para usar unos nuevos, con menos aumento y gracias a los cuales cambió la historia: con ellos veo en HD. Me dijo el especialista que no era necesario llevarlos puestos todo el tiempo, ya que el ojo astigmático comenzaría a molestar. Así es que estaba en mi salsa, puesto que no imaginaba utilizar anteojos durante varias horas seguidas.
El problema es que mis ojos se sienten tan cómodos con los lentes que ahora ¡me los exigen!. En ocasiones en que deseo mostrar el esplendor de mis ojos café-parduscos, éstos empiezan a molestar y la cabeza vuelve a doler casi tanto como con aquella primera (y errónea) prescripción médica. Es terrible, porque sólo al ponerme los anteojos se me quita.
Obviamente, tal condición ha hecho de que se me olviden en casa una verdadera tragedia, sobre todo si se trata de ir al cine o repeler una pataleta de mi rebelde mirada. Me gustan mis lentes (los elegí con pinzas), pero no me acostumbro a que se transformen en una parte de mi anatomía. ¡Y ni hablar de operaciones o contactología, por favor! Estar aunque sea un cuarto de hora sin poder ver nada me parece espeluznante, sobre todo considerando que soy ¡tan nerviosa con los ojos! que con suerte dejo que los toque la sombra (y ningún otro maquillaje, ¡de verdad!).
En fin: es triste darse cuenta de que estás cada día más piti… ¿O le estaré poniendo mucho?
Imagen CC Irene Chaparro