Hoy no brillan las luces de mi árbol. Siempre las amé, por la alegría que sus multicolores destellos impregnan en las noches de diciembre. Sin embargo, hay ocasiones en que no bastan para iluminar una pena o un corazón.
Las fuerzas no acompañan nuestro cuerpo. El sólo hecho de dar un paso o decir una palabra nos cuesta. Hasta dormir es una tarea para la cual nos falta energía. Y es que cuando algo nos causa pena (sea una mala nota, una pérdida, un error, una discusión o una mala noticia), esta razón nubla nuestra mente y pesa más que todas las razones.
Sientes nostalgia de viejos días, cuando aún tenías opción de mejorar tu rendimiento; gozabas la compañía de la persona a quien perdiste, aún no te equivocabas, no discutías o permanecías en la ignorancia de esas nefastas nuevas que agotaron el combustible de tu alma. Entonces, tu corazón precisa de un abrazo. Pero no cualquier abrazo, sino el calor inconfundible de uno solo; justo el que te falta. El que no puede estar. Deseas perderte allí, en el hueco entre el cuello y el hombro de la persona ausente; justo aquella cuya presencia requieres más que nunca.
La gente en la calle circula ajena a lo que sientes y te parece bien que sea así, pues tu orgullo no soporta que te vean débil. Caminas lentamente, arrastrando tus pasos, ejercicio que ahora se hace más pesado que nunca. Y es que tener pena es ¡fatal!, te debilita, te consume, te deja sin fuerzas y te quita vida. Sólo esperas que pronto se pase.
Y tú, ¿alguna vez has sentido algo similar?
Imagen CC Mauro Pesce