Debo admitir que si algo que me pone los pelos de punta, esto es la presencia de una araña. No importa qué tamaño tenga este insecto: si es pequeña, grande, enorme (éstas últimas me hacen entrar en crisis), de rincón, tigre o de cemento: a todas les tengo la misma fobia. Sé que algunas son inocuas e incluso benéficas - la araña tigre es depredadora natural de la de rincón -; pero cuando las veo no me tomo la molestia de preguntarles sus intenciones. Llamo a mis sicarios y las mando eliminar, porque entro en tal pánico que no puedo ejecutar yo misma la sucia tarea.
Las arañas que más me generan urticaria son las de patas largas. Verlas moverse lentamente, con esas patas desproporcionadas a su pequeño cuerpo y tanto sigilo que parecen criaturas del infierno, ¡me colapsa!. No puedo tolerar su presencia, aunque les juro que trato. Durante un tiempo intenté guardar calma y pensar en la tierna protagonista de “La telaraña de Charlotte”. No resultó. La reacción que me genera la cercanía de un arácnido es bastante particular e incontrolable: toda mi piel se vuelve hipersensible, tanto que casi puedo percibir cómo circula la sangre por mis venas ¡y confundirla con las patas de una araña!.
Una vez, cuando con mi hermana ordenábamos las cosas de playa, pillé a una araña muy tranquila en el quitasol que tenía en mis manos. ¡Y se lo aventé encima a la pobre, con bicho y todo! Hasta hoy me lo saca en cara. Lo siento, pero es más fuerte que yo.
Lo más cerca que he estado de entender y aceptar el mundo arácnido fue cuando mi pololo adoptó una araña tigre, decidiendo que la dejaría coexistir en paz con los humanos. Me fue posible observarla y respetarla, pero siempre de lejos. Así y todo, aún no puedo declarar que superé mi aracnofobia.
¿A ustedes también les pasa?
Imagen CC Patrik Nygren