La lluvia no me gusta tanto. Puede ser deliciosa mientras estás en casa junto a un exquisito fogón, bien arropada, con un aromático café en las manos o bien, un plato de grandiosas sopaipillas. Mientras ves TV o duermes oyendo su sonido, claro: es ¡fantástica! y mejor si hay truenos y relámpagos. Pero cuando tienes planes, salidas al aire libre o debes trabajar (y dirigirte a la oficina entre una muchedumbre mojada, con paraguas y sin cleta) ¡es fatal!
Además, convengamos en que mucha lluvia termina por hartarte, así como los autos que salpican olas de agua y aquellas pozas que debes atravesar a nado. Por eso, suelo tener más amor a los días soleados, que resaltan el color de la vida y te acompañan a realizar ¡cualquier cosa que tengas en mente!
Y es que la luz del sol te energiza; te dan ganas de hacer cosas, salir, ir a trotar, tomar fotografías y un largo etcétera. Mientras que cuando llueve, en realidad, no quisieras hacer más cosa que vegetar y tejer - si eres más dinámica -, para sentir la tibieza de la lana entre tus dedos. Además, si tienes ganas de ir a Fantasilandia o a caminar por las orillas de la playa, es mucho mejor hacerlo sin toneladas de aguas lluvias o marejadas que literalmente ahoguen tus deseos.
Pero lejos, ¡lo mejor! son los días de sol de media estación. Idealmente si se dan después de un frente de mal tiempo, pues la luz que estuvo ausente parece resurgir con nuevo esplendor, como el ave fénix. Además, cuando el cielo está limpio, los colores de la vida parecen sublimarse. Otro punto que suma es que en los meses otoñales o primaverales, el calor es más bien tímido: justo y preciso, no dando paso al sofoco estival, en que feliz te esconderías un rato en la nevera.
Y a ti, ¿también te gustan los días soleados?