Hasta los ocho años mi vida era normal como la de cualquier niña, hasta que una profesora se percató de que no veía la pizarra y se lo hizo saber a mis papás. Desde ahí que me vi condenada a usar lentes para distinguir cosas a más de medio metro de distancia. Siempre lo encontré incómodo, porque cuando llueve las gotas dificultan la visión, o si haces actividades deportivas se corren y empañan con tu calor, dejándote sin ver nada de nada.
Pero la molestia terminó cuando cumplí 17 años y mi mamá decidió que era lo suficientemente responsable como para usar lentes de contacto. Desde entonces, cambió mi vida. Volví a ver el mundo con mis propios ojos y no a través de un par de vidrios desagradables que se empañan y ensucian con facilidad. Nunca más tuve que empujar el marco para poder enfocar bien, puedo sacarme un polerón sin que los lentes salgan volando y si me maquillo los ojos de modo espectacular, el resto de la gente sí lo nota.
Me cambió la vida totalmente, aunque me trajo algunos problemas menores - como que se me peguen en los ojos si se me olvidan y duermo con ellos, o que me raspe las corneas por tener uñas muy largas -, pero en fin, nada difícil de resolver. Ver bien es algo impagable, así que cualquier inversión en pos de ello vale la pena. Si no me diera miedo la cirugía láser, tal vez la haría, pero por ahora me quedo con mis maravillosos lentes de contacto.
Y tú, ¿ya los probaste?