La muerte se instaló en mi casa hace más de un año, haciéndonos sentir intimidados por su presencia. Durante las noches, se presentaba en una intensa sensación de agobio, llevándome a reflexionar sobre la existencia de un “Más Allá”. Incluso, llegué a planificar cuidadosamente mi cremación, siendo depositada posteriormente en mis amados lagos sureños. Claro, es un pensamiento poco usual en una mujer de 34 años, que ama la vida como la que más; pero tales divagaciones se explicaban en su constante presencia, acechando.
Pasos en los corredores, caricias inexplicables, noches de desvelo. Todas aquellas rarezas se hicieron cada vez más frecuentes. Cierta vez se apareció ante la señora que nos ayuda en los quehaceres, en la forma de un anciano y cansado esqueleto. Ante los gritos - y garabatos - que ella profirió ante tal desconcertante visión, desapareció de un brinco. Algo acostumbrados a que nos rondara todo el tiempo, con mi hermana e hijo creamos un juego, a fin de hacerla parecer más amigable. La llamábamos “el ezqueleto” (así, con Z) y la incluímos en nuestras payasadas de siempre. Si algo se perdía, lo tomaba el “ezqueleto” y solíamos referirnos a ella con cierto cariño, esperando que no nos lastimase.
Intuyo que sintió algo de simpatía y compasión, ya que se mantuvo sin hacer nada durante un tiempo. Periodo en el cual vimos el constante deterioro del pilar de nuestro hogar, casi sin notarlo. Lo vivimos como entre sueños, seguros de que no sería más que una “mala racha”, una etapa que pasaría sin dañarnos y tras la cual vendría un nuevo amanecer. Un traspié como otros tantos. Hasta que un día, la muerte ya no pudo esperar. Cumplió con la misión que la trajo hasta nuestro techo, dejándonos desolados. Tal como se anunció y acompañó nuestras jornadas sin que quisiéramos tomar el peso a su carga, se llevó a mi ángel de la guarda, a mi viejita, a la alegría de mi casa. Arrancó el único lugar donde me sentía en paz, acogida, amparada y contenta: su pecho amplio, donde palpitaba el más maravilloso corazón de que el mundo ha tenido registro.
Hoy ya no está “el ezqueleto”, y obviamente, no participa de nuestras bromas y juegos. Dejó un profundo vacío, corazones llenos de lágrimas, shock, cientos de preguntas y un gran silencio. Pero no debo ser injusta, ya que también nos legó esa exquisita energía que nos inunda y nos hace fuertes como jamás pensamos: la de mi viejita querida, que dejó sus dolores para adherirse eternamente a nuestras almas.