Millones de personas en el mundo. Deben ser cientos, o miles, las que me topo a diario. Viajan apretujadas en el Metro y Transantiago, reclamando si por efecto dominó las empujas. Algunas ríen, otras conversan y yo las miro a todas. Busco. Busco una partícula de la dulzura de mi viejita o unos ojos verdes como los de ella. No me encuentro más que un inmenso vacío. Todos tienen la mirada vacía. Parecen enormes trozos de carne móvil, robots, seres extraños y ajenos.
He recibido cientos de abrazos. Realmente son muchos. Algunos, de personas muy queridas y cercanas; pero a todos les falta algo. Esa calidez, esa ternura infinita, en cuyo amparo sentías que todo estaría bien. Que no había amenaza en este mundo que pudiera tocarte. Donde podías refugiarte de lo que fuese.
Cada día ha salido el sol. Brilla. El cielo está azul y las nubes lucen perfectas. “Corderitos”, las llamaba ella. Sin embargo, pese al sublime escenario, estos paisajes ya no tienen el mismo color. Una sombra sigue cada uno de mis pasos, hay una nube frente a mis ojos, un grito en mi garganta, un vacío, un vacío enorme. Faltan sus canciones. Su risa. Su voz. Me pregunto el mundo volverá un día a ser el mismo, o al menos, algo parecido. Sé que seré fuerte. Dentro de mí hay parte de ella. Soy lo que sembró. Y buscaré en mi interior, en los ojos de mi hijo, en los ecos de su voz y en su recuerdo, aquellos tonos que perdió el sol. Seguiré buscando en mis sueños aquel abrazo tan necesario. Quizás sólo unos instantes de Paraíso basten para disipar las tinieblas y apaciguar el fuego intenso en mi corazón.