Debo confesarte que mi relación con el sol es de un profundo amor, pero también de un profundo odio: nada arruina más mi simpatía innata que sentir el calor quemante sobre mi cabeza y las gotas de sudor cayendo sobre mi espalda. Los tacos van matando mis pies poco a poco, e intento caminar rápido para librarme de aquel infierno.
Finalmente, llego al paradero. ¡Qué deliciosa se siente la sombra, y esa pequeña brisa que acaricia mi rostro! No puedo esperar a llegar a mi casa, tirar los zapatos lejos y tomar un vaso gigante, ¡sólo de hielo!
Me subo a la micro y me acomodo en uno de los pocos asientos que quedan disponibles. Comienzo a derretirme como gelatina hasta que, después de doblar en una curva, siento como todo el sol comienza a pegarme en la cara. ¡Qué terrible! ¿Dime, querida amiga, qué he hecho yo para merecer tal castigo? (no me respondas, ambas lo sabemos jajaja).
Me encanta viajar y disfrutar de los paisajes, incluso cuando se trata de la simple ciudad. Pero cuando te da todo el sol en la cara, se convierte en un infierno. No sólo no puedes ver nada y mueres de calor, sino que también vas con un ceño fruncido que te hace parecer señora amargada. Y peor aún: se te marcan más aquellas terribles líneas de expresión que con tanto esmero intentas hacer desaparecer.
¿Y qué me dices de los viajes más largos? Estamos hablando de horas y horas con el molesto sol. Entonces, claro, una comienza a buscar alternativas: intentas colocar un polerón en la ventana, o incluso, te tapas con una revista (yo hasta he pegado hojas de diario con cinta adhesiva). Si resulta, ¡bravo por ti! Pero procura tener un libro a mano, porque no lograrás ver nada a través de tu prenda de vestir.
Y tú, ¿odias viajar con el sol en la cara?