Quizás la mayoría de ustedes se angustie ante las grandes decisiones de la vida. Es normal. En dichos casos, es mucho lo que está en juego y es obvio que no queramos errar. El problema está cuando optar - hasta en lo más sencillo - ¡se te vuelve un mundo!. Es la historia de mi vida: me cuesta elegir incluso lo que tomaré al desayuno.
Sí, tal como lo lees. Las decisiones ¡me trastornan!, incluso las más simples. Veo un significado y un probable “efecto mariposa” incluso en el color que usaré durante el día, la película que veré o la marca de la agenda que utilizaré el año entrante. Sé que suena mega extravagante, pero por algo estoy loca.
¡Para qué contarles cuando voy de compras!. Escojo mi nueva adquisición en un estado de agobio constante. Y es que, después de todo, cada vez que optas por algo, renuncias a la otra alternativa y sus bondades. Hay una probabilidad de equivocarte - con las consiguientes auto-recriminaciones y efectos colaterales -, por lo que suelo pensar y repensar muy bien en cada una de las posibilidades.
Me he esmerado en rehabilitarme de dicha locura - con relativo éxito - y ser un poco más impulsiva en mis decisiones. Porque a veces, por más vueltas que dé a las cosas, termino errando igual y además, haciéndome mala sangre. ¿Para qué?. Además, es muy cierto que cada equívoco nos trae una enseñanza. Pero por más claridad que tenga al respecto, igual la locura no se va del todo. ¿Habrá alguna receta para sanar la indecisión?