Me encanta sacar fotos. La fotografía me vuelve loca. Por mí anduviera con la cámara todo el día para congelar cada minuto de la vida. Siento que retratar el mundo en su cotidianidad es algo maravilloso, que jamás podrá ser reflejado de manera exacta como uno quisiera. Ni la pluma, que es mi otro amor, ni la fotografía logran la cabalidad del momento.
Sin embargo, trato, que es lo más importante. Trato y trato y jamás me voy a aburrir de gastar hojas, tintas y rollos. Algún día, en algún instante, podré sentir el placer de mirar, leer y recordar el olor de ese momento.
Me encantaría descubrir alguna forma también para congelar y captar los olores. Otra debilidad. Creo que tengo una necesidad ansiosa de aprehender el mundo que me rodea. Me trastornan los detalles, el olor de la pasta del lápiz bic, el aliento del hombre que me quita el sueño, el olor del pasto quemado. ¿Cómo retratarlos? Parece que no puedo y ahí recurro a describirlos como una idiota, pero nunca será lo mismo.
No podré plasmar, ni tengo fotos, de lo que sentí la primera vez que llegué al trabajo. El olor y la expresión de todas esas caras extrañas apretadas tratando de hacer como que no existes, mientras te recorren con la mirada. El vapor de sus perfumes mezclados con el hedor de los cigarros pegados en su piel y aplastados por el tibio café quemado de la cocina. No. Imposible.
Sólo me queda fotografiar una fractura de la vida y retratar un instante, de un segundo, de un estado cotidiano.