Homenaje a ir “a la escuela” y no al colegio, como dicen ahora. Homenaje a levantarse temprano, porque uno tenía “jornada de mañana”, desayunar leche con colacao y tostadas y esperar a que pasara el tío del furgón. Homenaje a llegar a clases y llorar y sentirte pésimo porque se te quedó el cuaderno o no echaste el delantal a la mochila.
Homenaje a ser más de 40 compañeros de curso y a que te regalaran los libros de “castellano” y matemáticas y a que el inglés fuera un ramo totalmente secundario. Homenaje a tener profesor jefe, en mi caso mujer, que lloraba con cada embarrada que nos mandábamos y que nos quería como una madre.
Homenaje a sacarse puros rojos y sin embargo pasar de curso y, al parecer, aprender algo. Homenaje a ensayar coreografías en los recreos, a pedirle a la profe que bajara la escala y a los infaltables torpedos guardados en el estuche o anotados en la palma de la mano. Homenaje a llevar el “personal” a clases y a ponerte los audífonos muy piola, tapándote con el pelo. Homenaje a rebobinar los cassettes con un lápiz bic, para ahorrar pila.
Homenaje a tener tres meses de vacaciones, en los que las tardes se pasaban jugando en el pasaje, molestando al “niñito” que te gustaba y lanzándonos bombitas de agua. Homenaje a pasar el verano sin salir de la ciudad, bañándose en una piscina Tiburoncito o en esas redondas que tenían un ciclo de animales alrededor. Homenaje a que te fueran a buscar a la casa, llamándote por el nombre, preguntándote si ibas a salir a jugar.
Homenaje a pasar toda la tarde andando en bicicleta, sintiendo que cualquier evento era una aventura única y digna de película, estilo Stand By Me. Homenaje a jugar Nintendo o Super Nintendo y al primer computador que hubo en mi casa. Homenaje a cuando todo era demasiado simple y no tenía conciencia ni de la plata, ni del tiempo, ni del futuro. Homenaje a cuando era chica y mi mundo y mis ideas también lo eran.