Cuando era chica y me enfermaba no me molestaba quedarme en cama. Al contrario, incluso podía llegar a ser entretenido (claro, dependiendo de lo mal que me sintiera). Primero, porque no iba al colegio y segundo, porque podía usar mi día en lo que quisiera, generalmente, pintaba, dibujaba o veía tele.
Sin embargo, lo mejor de todo, era que me cuidaran. Que mi mamá me llevara regalitos, como chocolatitos o gomitas de colores para que “me alegrara”, que mi papá llegara del trabajo con algún vhs para que viéramos juntos, que mi abuela me fuera a ver en la tarde y que mi mejor amiga me llevara los cuadernos para no atrasarme con la materia del colegio.
No existe sensación más agradable que la que te entrega alguien que te dice, con gestos o palabras, que todo va a estar bien, que estás acompañada y que lo que sea que esté pasando, pasará. No hay persona en el mundo a la que no le guste sentirse protegida, querida y regaloneada.
Hoy, eso es lejos lo que más echo de menos de vivir en familia y cada vez que me enfermo. Si bien, tengo amigas lindas que se ofrecen para comprar remedios o lo que necesite, siento unas ganas incontrolables de llamar a mi papá para decirle que me venga a ver, que me pregunte si tengo frío, que me rete porque me levanto a pata pelada, o que me mire con cara de “pobre pequeña, yo te voy a cuidar”.