A los diez años, y luego de pasar por querer ser abogada y bióloga marina, decidí que quería estudiar fotografía y en la ARCIS. La verdad es que creo que lo de la universidad pasó a ser algo azaroso, tan azaroso como que llegó a mi casa un flyer de esa universidad que impartía la carrera.
Si hago memoria, mi relación con la fotografía comenzó cuando como a los 7 años mi papá adquirió una cámara análoga profesional con la que fotografiaba todos los paseos que realizábamos y con la que inmortalizó las mejores puestas de sol en la playa.
Pero el tiempo pasó y eso de estudiar fotografía quedó en el olvido junto con tantas otras cosas más. Aunque claro, siempre sacaba fotos pero no iba más allá de la cámara compacta familiar. Ya en la universidad tuve ramos de fotografía con los que me costó lidiar en un comienzo porque sacar una buena foto es un proceso, que no se aprende de la noche a la mañana como esperan muchos profes.
Hay que conocer la cámara más allá de cualquier teoría sobre apertura del diafragma y velocidad y, sobre todo, saber qué es lo que queremos proyectar en una fotografía y mediante qué recursos lo haremos.
Las notas en un comienzo fueran más bien malas y junto con ellas vino la decepción de no sentirme buena para algo que me gusta y que le ponía empeño. Pero como dicen por ahí la práctica hace al maestro y luego de esmerarme sacando rollos y rollos de fotos pude comprender la lógica de la luz y el disparo.
Para mi sorpresa tuve muy buenos resultados en mi último trabajo del ramo y hasta recibí las felicitaciones de la misma profe que a alguna foto había tachado de “impublicable”. Desde ese momento que creo que tenemos cientos de habilidades que debemos explorar y explotar y que realmente no hay edad para hacerlo.
Está de más decir que mi cámara, la misma que usaba mi papá, hoy me acompaña en cada viaje y en cada momento de mi vida que quiera retratar.