Existen cosas difíciles de admitir respecto de nuestras propias vidas: que nos equivocamos, mentimos, que actuamos de forma impulsiva o que olvidamos cortar el gas al salir de casa, pero algo difícil de reconocer es que dejamos de crecer. Nos hemos estancados en los quehaceres del diario vivir y aquellas que eran nuestras metas, sueños y deseos personales se han quedado rezagados a dos grandes condicionantes: cuánto pagan y cuánto tiempo costará.
Vienen a mi mente aquellos objetivos simples, como cocinar un plato nuevo, aprender bachata o termina la frazada de cuadritos de lana. Quizás esos no son tan complicados de lograr, pero si pienso un poco más, están los sueños de mi corazón: una profesión superior, las misiones que añoré en la adolescencia, escribir un segundo libro y tener un huerto con mucha verdura. Podría mencionar también una casa propia, pero esas son sólo cosas materiales. Yo te hablo de esos logros a veces intangibles, espirituales, desafíos como bajar de peso, correr un kilómetro extra, leer un libro con más páginas, etc.
Hace pocos días logré una de mis metas. Era difícil, porque dependía mucho de otros, pero lo logré. Me sentía tan feliz, satisfecha y motivada, que me puse otra mucho más difícil. Le conté a mi marido y su auténtica felicidad me regocijó completamente, pero a medida que la noticia se expandía hacia mis amigos y familiares, pude escuchar de sus bocas frases como: "¿y cuánto te pagaran?, ¿Y qué ganas con eso?, ¡Bien por ti que te alcanza el tiempo!", o caras de: "no entiendo para qué". Y la peor de todas: "¿por qué tú?". Todo esto me llevó a pensar que a veces dejamos de lado esas pequeñas cosas porque la recompensa no es suficientemente grande para nuestro entorno. Y viene la otra pregunta: ¿es necesario que me den algo a cambio de aquello que me hace crecer? ¿Acaso mi realización y éxito no son suficientes?
Recuerdo que cuando era niña a mis compañeros les pagaban por las buenas notas; en cambio mis padres siempre me dijeron que eran mi responsabilidad y que cuando fuera grande me daría cuenta del valor de los estudios. Claramente no se referían a lo costoso de la educación, sino a lo mucho que puede marcar la diferencia en la sociedad. No les niego que siempre vienen bien unos pesitos extra o el reconocimiento, pero creo que la mayor recompensa es haberlo logrado. Saberse capaz te hace más fuerte, te alienta, te sirve de experiencia y te permite seguir compitiendo contigo misma. Quizás los años sí han pasado, y puede que algún sueño - como ser gimnasta - ya no se pueda cumplir, pero otros sí. No dejes pasar más tiempo por el que dirán o porque no ganarás dinero; desafíate a seguir creciendo, a ser mejor que ayer, y no para orgullo de los hijos, de los padres o de tus amigos, sino para ti. Ser feliz es una buena recompensa.
Haz un conteo simple en tu mente e intenta recordar: ¿qué te falta por hacer? ¿Qué meta propia aún no cumples? Anótalas. Yo lo haré, y nos desafiaremos mutuamente a lograrlas.
Imagen CC Cavale Doom