Me sentía mal desde la mañana. No tenía muchas ganas de ir al trabajo. El trayecto hasta la oficina a esa hora sería eterno: la gente, el frio, las caras de sueño. Me vestí e intenté maquillarme un poco para disimular la cara de zombie con la que había despertado y salí. El día fue terrible: sufrí en mi escritorio toda la tarde, me sentía débil y con mucho sueño. Era visible que algo que ocurría. Llamé a mi marido y me pidió que resistiera hasta la hora de salida para venir por mí, pero me sentía demasiado mal. No quería ser un espectáculo para mis compañeros y decidí irme.
Estaba mareada y de alguna forma, nerviosa. Veía borroso, tomé la micro y un joven me dio el asiento. Parece que me dormí. Sonó el teléfono; era de la oficina. Miré por la ventana y descubrí que había tomado la micro equivocada. Me baje rápido, tambaleando un poco. Estaba en un cerro en el que no había estado jamás. Ni un alma en la calle, ni negocios, carteles, nada. Me sentí perdìda, angustiada, sin saber qué hacer. Mi corazón latía rápido, creo que por el miedo y porque seguía viendo borroso. Me agarré la cabeza y pedí ayuda a Dios. Esperé.
Durante un rato estuve en silencio. Mis pulsaciones empezaron a calmarse y ya no sentía tantas ganas de llorar. Vi pasar un colectivo y eso me ayudo a reconocer el lugar. Debía llegar a la calle por donde pasaba locomoción hasta mi casa, por lo que tomé el siguiente auto, pagué y me bajé en donde las cosas eran más familiares. Camino a casa lloré, no sé si de gratitud por encontrarme a salvo o por el estrés. Una cosa es clara: no volveré a salir sola si me siento mal. Fue una experiencia que con buena salud no habría sido tan dramática, pero que no quiero volver a repetir.
Imagen CC: Gemma Bou