Decir que "no" puede resultar difícil en algunas circunstancias. A mí, por ejemplo, me cuesta hacerlo cuando voy a comprar al supermercado y una señorita, con tono de robot, me dice: "¿Desea donar los 3 pesos al fondo de caridad...?" ¿Y cómo negarte? ¡Es para la caridad! Sólo son unos pesitos que no te sirven de nada y que pueden ayudar en alguna buena causa. El problema es cuando no se trata de un pesito, sino que se transforman en diez, veinte o más (me siento ¡paaaaaabre!).
Cada vez que me tocaba pagar en algún negocio, con esto del "desea donar su vuelto..." eran: un peso, otro y así, vamos sumando. Un día escuché que algunas empresas empleaban este mecanismo de las donaciones para recortar sus impuestos a pagar (los muy usureros... ¿por qué no sacan ellos de su bolsillo?) No obstante, me dije: "Bueno, si lo hacen por el motivo que sea y el dinero llega a la gente que lo necesita, está bien" ¿Ven? mi conciencia no me permitía decir NO. Pero un día lo dije y me hicieron sentir la peor persona del mundo.
Recuerdo cuando estaba en la universidad y pagaba el transporte con pase escolar. El valor del pasaje de estudiante siempre (no sé si aún es así) era de cien pesos y algo: ciento diez, ciento veinte, ciento sesenta. El caso es que los diez pesos siempre me servían. Entonces un día compré algo en un supermercado, le pagué a la cajera, me dijo la típica frase en tono mecanizado y yo le respondí: ¡NO!. Ni se imaginan la cara que me puso la mujer... Bonito no me miró.
Y es que eso tiene el chileno, le dices que NO y te pregunta de vuelta ¿NO? Entonces me digo, ¿para qué preguntan?. Al final, la cajera me dio mi vuelto con clara mirada de reprobación y yo me fui sintiéndome lo peor, la más mala de las malas. Pero luego se me pasó, cuando me tocó subir al bus para irme a casa, sin tener que recibir el gruñido del conductor por pagarle sin sencillo.
Imagen CC guercio