Es un día normal, mis hermanas han partido a la universidad, el café está reposando en la prensa francesa y la mantequilla fluye en las tostadas con miel.
Estoy sola en la casa. Es un día perfecto para escuchar la música que yo quiero y repartir amor a todo el mundo por Snapchat o Telegram, celebrando momentos en Vine y Tumblr.
La vida es frágil, lo sé, y está repleta de momentos bellos y de otros que causan pánico en el corazón. Soy apasionada por el orden, la pulcritud de mi closet y las repisas de la cocina reflejando un inventario impecable.
Sigo bailando sola por la casa hasta que llego al baño para tomar una ducha caliente antes de salir a caminar por el barrio. La luz se refleja en el espejo, mi cabello se ve luminoso y a pesar de que tengo que compartir este lugar con mis hermanas, siempre está ordenado y limpio. Es un rincón en el que cada una refleja lo mejor de sí, lo que nos hace vivir en armonía. Hasta hoy, que tengo que tomar el papel higiénico y con espanto veo que las hojas están mirando la pared. Puedo ver cómo en cada hoja las figuritas que brotan de la celulosa (esas florcitas perfumadas) en vez de mirarme, están escondidas en el lado opuesto, en la perversidad poco rigurosa, la apatía solitaria de un niño castigado contra la pared de una esquina lúgubre.
Es que no doy más: un escalofrío recorre mi cuerpo y mis manos inmediatamente toman el rollo para girarlo y demostrar al resto cómo debe ser puesto de manera correcta. Mis pies tiemblan y siento un deseo irrefrenable de llamar y retar a quien sea. Pero no, aguanto, hago una revisión de quién entró al baño antes que yo. El rollo está nuevo. Escucho que alguien toca la puerta, es Tomás. Pero, ¿qué hace él acá? Simple: fastidiar mi mañana ideal. Es hora de salir y hacerlo cumplir su condena: prepararme masitas choux con canela...
Imagen CC Jeckafou