Durante este año he sufrido en dos ocasiones el hurto de mis documentos, lo que desarrolló en mi dispersa mente una nueva rareza: deliro con saber dónde está mi billetera. No es que “el botín” sea un tesoro: apenas porto en ella mi cuenta RUT (no dispongo de tarjetas de grandes tiendas), la cédula de identidad y el bonito estuche, hecho en cuerina de color rosa. Los documentos se pueden bloquear con facilidad: el cacho que me quita el sueño es el trámite.
Sí, porque cada vez que me han robado - aparte de proferir grandes maldiciones en contra de los malandrines - debo perder toda la mañana en el Registro Civil y preocuparme de que la foto - que se prevé me acompañará por varios años - sea decente. Es decir, que salga más o menos pasable, de manera que no me avergüence mostrarla en los muchos trámites que la requieren. Además, debo hacer una odiosa fila en el banco (o su servicio express, que de rápido no tiene mucho) para obtener nuevamente el plástico.
Lo anterior, sin contar que los días en que mi identidad se limita a un papel roñoso marcado con destacador amarillo, prácticamente no existo para el Estado: no puedo girar dinero, ni acceder a promociones y un largo etcétera. Quedo de manos atadas. Por lo mismo, cada vez que pienso en las implicancias de extraviar mi billetera, ¡tiemblo! Y a tanto ha llegado mi manía que no es raro que despierte en las noches sólo para chequear que esté en su lugar y no me quede tranquila hasta que lo haya verificado. No importa si sé que está en mi bolso o sobre la mesita de noche: es típico que despierte, la vea, y recién ahí pueda seguir durmiendo.
Mi locura no es privativa de las noches: también durante las tardes, o mientras trabajo, debo ocupar unos minutos en verla. Sólo de ese modo vuelvo a respirar. Mi hijo dice que debería hacerme un colgante y llevarla en mi cuello, bien visible, para que así no desespere ni corra en círculos cada vez que no la tenga frente a mis ojos.
¿Alguna de ustedes comparte mi manía?
Imagen CC Super Lu