Cuando subo al transporte público, en esas bucólicas ocasiones en las que toco asiento, suele presentarse en mi conciencia el gran dilema moral de si lo cedo o no lo cedo. ¡Por supuesto que sí!, dirán y es obvio, si sube una futura mamá, una señora nonagenaria o a con alguna persona con dificultades de desplazamiento. Si ante tal evidencia no haces el esfuerzo y te levantas, seguro es porque te pesa mucho alguna zona del cuerpo. Pero ¡ojo!, que las cosas no siempre son blancas o negras.
Así, me he encontrado con canosos adultos llenos de vigor - especialmente hombres - que se ofenden si una tiene la deferencia de ofrecerles el puesto. Para qué decir de las embarazadas: procuro fijarme que su gravidez sea bastante notoria, prácticamente “de término”. De lo contrario, me expongo a que la beneficiaria de mi solidaridad me odie con toda su alma (y con justa razón) por confundir su prominente abdomen - fruto de la buena comida - con una vida en gestación.
Por lo mismo es que, antes de ceder el preciado lugar y embarrarla, prefiero mirar bien si el objeto de mis buenos modales no se tomará a mal mi gesto. Pero, aún cuando llego a la conclusión de que realmente no lo necesita, siento cargo de conciencia durante todo el camino.
Ustedes, ¿qué opinan? ¿En qué ocasiones es bueno ceder el asiento?