Hay cosas que son de hombres y cosas que son de mujeres. Siempre nos enseñaron eso. Hace 20 años las mujeres no jugaban fútbol. Hoy, en cambio, tenemos a “La Roja” femenina. Ahora, si nos vamos en la máxima exageración, hace un siglo las mujeres no tenían derecho a ir a la Universidad y menos a votar. En nuestros días, esa idea suena absolutamente descabellada.
Si bien la igualdad no es total, las mujeres podemos ser casi lo que queramos. Aunque todavía queda un terreno que no hemos podido explorar, aún hay una cosa reservada únicamente para ellos: La religión. Nosotras no podemos ser Papa (o Papisa en nuestro caso). Sin embargo, hay una que logró burlar todas las reglas y haciéndose pasar por hombre llegó a ser, la repudiada, “Papisa Juana”.
Cuando leí la historia me imaginé altiro un guión perfecto de película. Primera escena. El Papa Juan VIII está liderando una procesión desde la Basílica de San Pedro, en Roma. Rodeado de cientos de fervientes y obsesivos devotos, al pasar por un callejón, cae al suelo. Todos corren a ayudarlo, pero ¡sorpresa! Resulta que el “Santo Padre” tiene contracciones y está a punto de dar a luz a su hijo. La gente escandalizada y enojada atrapa a la mujer y se la llevan para, cruelmente, apedrearla hasta la muerte. ¿Crudo, no? Eso, al menos es lo que cuenta la “leyenda”.
Se supone que Juana (Johanna von Ingelheim), nacida en Mainz, Alemania, era hija de un Monje, por lo que creció en un ambiente culto y tuvo la oportunidad de aprender- cosa que las mujeres en esa época no podían hacer. No obstante, Juana quería saber más. Algunas historias dicen que tenía 12 años cuando se enamoró de un monje y decidió seguirlo. Escondiendo su identidad sexual, entró al mismo Monasterio que su amado. El amor pasó y Juana decidió ir sola a Roma. Allí, destacó por su talento y elocuencia. Lo que, luego de un largo camino, en el año 855, la llevaría a ser nombrada como “Papa Juan VIII”, sucesora de León IV. Rigió el trono papal por dos años, hasta quedar embarazada del embajador Lamberto de Sajonia.
La suplantación, provocó que la Iglesia Católica, cada vez que se elegía a un nuevo papa, comprobara su virilidad. Había alguien que se encargaba de examinarlos mediante una silla perforada y si todo resultaba bien, esta persona debía exclamar: “duos habet et bene pendentes” (tiene dos y cuelgan bien). De ahí en adelante las procesiones evitaban pasar por la Iglesia de San Clemente, porque ahí fue el lugar del parto.
El siguiente Papa fue Benedicto III y su nombramiento fue inscrito en el año 855, por lo que se habría borrado completamente cualquier registro de esta mujer usurpando un lugar guardado exclusivamente para hombres.
Hoy, ella es sólo una leyenda. Desaparecieron las obras de arte que podrían haber dejado algún posible vestigio de su existencia. Se dice que durante más de dos siglos existió una estatua, en la Catedral de Siena en Italia, llamada “Papa Juan VIII, Una Mujer Iglesia”, pero el Papa Clemente VIII la renombró como “Papa Zacarías”.
Nunca sabremos si de verdad Johanna Von Ingelheim vivió y si tuvo un final tan desgraciado como el que cuentan los historiadores. A mí me gusta pensar que sí. Lo cierto, es que hasta el momento ninguna mujer ha ocupado un alto cargo en la Iglesia, excepto por ella. Lo que me hace pensar en algunas sociedades del mundo en que la imagen de la mujer sigue siendo relegada a niveles inferiores, sus derechos se siguen vulnerando y la existencia de muchas de ellas sigue siendo olvidada.