Existirá algo más rico que echarte en la cama, tapada con una gran manta (mejor si es acompañada), encontrar en la tele uno de esos clásicos que podríamos ver una y otra vez, domingo tras domingo y, sorpresivamente, sin estar particularmente cansada o con sueño, te quedas dormida. Así, de la nada. Es sólo que el relajo fue tanto, que te entregaste sin siquiera quererlo a los brazos de morfeo.
Duermes como nunca, calentita, media chueca y con el control remoto en la mano, pero no importa. Despiertas, media desorientada, no tienes muy claro qué paso o qué hora es, sólo miras la tele y te das cuenta de que tu película está terminando y no tienes ganas de levantarte todavía. Así que cambias de canal, buscas otra similar y te quedas ahí, en el letargo exquisito que produce haber dormido una siesta que no tenías planeada.